Imitando al protagonista de aquella famosa canción de Brassens, servidor disfruta del mal tiempo como el que más. Pero cuando los vientos o lluvias torrenciales llegan a presentarse tan intensos como para tirar mi acceso a internet y me encuentro permanentemente separado de la red de redes, vuelven a mi memoria los funestos recuerdos de cierta fatídica tarde de verano y todo mi gozo se desvanece.
Pónganse cómodos.
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Al igual que todo el lunes de esta misma semana, me había pasado un tiempo con internet cortado. Tenía que hacer vete tú a saber qué tarea personal y ya venía requiriendo de una conexión para ello, por lo que me puse a examinar todas y cada una de mis opciones. Decidido. Mis tíos iban a pasarse toda la tarde fuera, lo que me permitiría simplemente llegar, acabar mi trabajo, y marcharme cerrando la puerta. Mucho más cómodo que en cualquier otro lugar, al estar ante gente de evidente confianza como es la familia.
Así que llegué, los saludé, y poco antes de marcharse me sugirieron salir a la terraza para conocer al nuevo perro que se habían agenciado. Orden que obedecí sin rechistar, puesto que tanto misterio había conseguido despertar mi curiosidad. Y ahí estaba él, un enorme e imponente cruzado de pelo blanco y manchas color marrón. Su sola presencia gritaba un «poder» audible por todo el territorio. Qué gran perro. Un perro creado para quedar por encima de todos los perros.
«Debo ganarme su confianza», pensé, mientras me acercaba sigiloso. «Debe probarme, comprobar que soy digno de su respeto» Acerqué la mano a su cabeza dispuesto a acariciarla, cuando… se quedó a pocos milímetros de mordérmela. Desde luego me estaba probando, pero no de la forma en que yo lo esperaba.
Sin pensarlo, me alejé corriendo. Él me siguió sin cejar en su empeño. Tras dar cinco o seis vueltas a la terraza, fue entonces que tuve una extraña pero certera visión:
«¡No te dejes amilanar, Sanzot! ¡Debes conseguir que te vea como una figura de autoridad y no un intruso!»
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