De cuando casi pierdo la vida bajo las fauces de un MONSTRUO salido del mismísimo averno

Imitando al protagonista de aquella famosa canción de Brassens, servidor disfruta del mal tiempo como el que más.  Pero cuando los vientos o lluvias torrenciales llegan a presentarse tan intensos como para tirar mi acceso a internet y me encuentro permanentemente separado de la red de redes, vuelven a mi memoria los funestos recuerdos de cierta fatídica tarde de verano y todo mi gozo se desvanece.

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Pónganse cómodos.

Al igual que todo el lunes de esta misma semana, me había pasado un tiempo con internet cortado. Tenía que hacer vete tú a saber qué tarea personal y ya venía requiriendo de una conexión para ello, por lo que me puse a examinar todas y cada una de mis opciones. Decidido. Mis tíos iban a pasarse toda la tarde fuera, lo que me permitiría simplemente llegar, acabar mi trabajo, y marcharme cerrando la puerta. Mucho más cómodo que en cualquier otro lugar, al estar ante gente de evidente confianza como es la familia.

Así que llegué, los saludé, y poco antes de marcharse me sugirieron salir a la terraza para conocer al nuevo perro que se habían agenciado. Orden que obedecí sin rechistar, puesto que tanto misterio había conseguido despertar mi curiosidad. Y ahí estaba él, un enorme e imponente cruzado de pelo blanco y manchas color marrón. Su sola presencia gritaba un «poder» audible por todo el territorio. Qué gran perro. Un perro creado para quedar por encima de todos los perros.

«Debo ganarme su confianza», pensé, mientras me acercaba sigiloso. «Debe probarme, comprobar que soy digno de su respeto» Acerqué la mano a su cabeza dispuesto a acariciarla, cuando… se quedó a pocos milímetros de mordérmela. Desde luego me estaba probando, pero no de la forma en que yo lo esperaba.

Sin pensarlo,  me alejé corriendo. Él me siguió sin cejar en su empeño. Tras dar cinco o seis vueltas a la terraza, fue entonces que tuve una extraña pero certera visión:

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«¡No te dejes amilanar, Sanzot! ¡Debes conseguir que te vea como una figura de autoridad y no un intruso!»

El señor Millán llevaba razón. Él siempre la lleva. Como cuando se separó de Josema Yuste para lanzar su brillante carrera en solitario. No podía irme sin más a hacer el chorra por internet, estaba claro que debía demostrar quién de los dos mandaba.

Más valiente que Don Quijote ante los molinos de viento, con una mano apoyada en la puerta corredera y el otro puño en mis caderas en señal de desaprobación, la única respuesta que recibirían sus intentos de morder serían miradas opresivas. Mi idea era vencer su agresividad usando la superior inteligencia humana.

La cosa es que, cuando se tiró hacia mí de un salto haciéndome resbalar (y a consecuencia de ello cerrar la puerta desde dentro) se me quitaron las ganas de retar al bicho a una partida de ajedrez. Acababa de dejarme encerrado a mí mismo y casi podía oír las risas enlatadas de cuando el TONTO de una comedia de situación hace alguna de las suyas.

¿Y el móvil? ¡El móvil podía suponer la única esperanza de salir de ahí! Lo saqué con la más pronta celeridad dispuesto a marcar cualquier número. Lo que no tuve en cuenta es que no estaba solo, por lo que tampoco previne la nueva acometida que me haría volver a perder el equilibrio y tirar el trasto al suelo.

Yo lo miré. El cuadrúpedo lo miró también. La tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo, pero yo contaba con una determinación a prueba de seres irracionales. De este modo, sin perder el contacto visual con el campo de batalla, me retiré muy lentamente a coger una fregona que tenían por ahí tirada. Era mi turno de brillar con luz propia.

Ahora estaba armado. Y, lanzando mi mejor grito de guerra, cargué cual caballero medieval contra las fauces de la criatura con la intención de mantenerlas ocupadas el tiempo suficiente para poder agarrar mi camino hacia la salvación.

Bendiciendo semejante muestra de alta tecnología española, triunfal como el Cid, marqué el número de mi nunca bien ponderado familiar, a la vez que miraba por encima del hombro a la bestia derrotada. ¡El sabor de la gloria! ¡El sabor de la gloria! Acerqué entonces mi oído al chisme…

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«Le informamos de que su línea se encuentra dada de baja hasta recibir el cobro del próximo recibo»

SU-PUTA-MADRE. Los de Movistar iban a lamentar haber cometido ese… lastimoso error humano, sí… El caso es que la situación acababa de dar otro vuelco y ya no tenía salida.

Desolado, al principio me limité a generar peculiares ruiditos, esperando ser escuchado por algún fabuloso salvador improvisado. La pena es que Superman no se pasara por mi ático ese día.

Después, se me cruzó la idea de cargarme el cristal de la puerta para luego pagárselo a sus dueños. Pero ciertos gastos que debería afrontar en un futuro, sin absolutamente nada que ver con la telefonía móvil, me bajaron los humos.

Y ya tras un tiempo, como hasta al perro se le notaba la desgana al atacar y yo empezaba a perder la cabeza, acabé imitando el famoso perdiditos de Flanders acompañado del can, que me hacía los coros. Y contándole mi vida para hacer tiempo hasta que volviese la gente civilizada. Juraría que entre guau y guau me respondió algo con sentido.

Cuando por fin llegó la ayuda, el sol me había freído el cerebro de tal manera que ningún sonido del mundo exterior podía alcanzarme. Así que seguí tocando mi guitarrita imaginaria, a lo Sabina venido a menos, mientras pedía socorro cantando (a gallo vivo) algo improvisado sobre la marcha. Además de, por supuesto, intentar espantar al angelito que llevaba tres horas enganchado en la pernera de mis pantalones.

La primera en descubrirme de tal guisa fue mi señora tía, que después de partirse la caja a mi costa lo único que alcanzó a pronunciar fueron unas palabras que aún resuenan en mi maltrecha cabeza:

«Se me olvidó decirte que tuvieras cuidado con el animal, que muerde»

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Muchas gracias. Lo… recordaré.

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